Cabo de Gata ha sido todo un descubrimiento. Las vacaciones familiares han estado rodeadas de viento de levante, olas, cactus y playas salvajes.
Cuando te pones las gafas bajo el agua parece que haya poca vida, pues el fondo es de arena y los peces suelen ser de colores neutros. Sin embargo si tienes paciencia y miras más atentamente intentando no mover mucho el agua, la vida comienza a aparecer: sepias del color de la piedra caliza, pulpos ocultos bajo las rocas, pequeños lenguaditos cubiertos de arena, crías de barracuda, sargos... todo un mundo a pocos metros de la costa. Un ecosistema delicado y sutil, que solo se deja ver si te acercas despacio, respirando apenas por el tubo, moviendo poco los pies, evitando hacer movimientos bruscos.
Este lugar no es para quien busca playas cómodas, con chiringuito y duchas de agua dulce. Es para quien quiere nadar en costas agrestes, en calas escondidas al final de senderos que recorren colinas desérticas. Para quienes no les importa caminar en arena formada por dunas desérticas, por pequeñas piedras redondeadas por el tiempo y el viento. Puede que llegues al agua sudando bajo un sol de justicia. Sin embargo, el esfuerzo vale la pena.