El mes pasado estuve con mi familia tres semanas visitando la isla de Creta. A pesar de que su situación dentro de la Unión Europea se encuentra en un momento delicado, por decirlo de algún modo, este pedazo de tierra es un lugar espectacular. No solo por las playas, donde he podido nadar en las aguas más limpias y ricas en fauna que he visto hasta el momento, repletas de peces y anémonas. O por su arena rosa, o por la vegetación mediterránea, o por la maravillosa comida. Si no también por la gente.
Los griegos saben disfrutar de la vida a su manera. Dejando que el tiempo pase, tomando un café freddo o charlando a la luz del atardecer. Toda la gente que tuve el placer de conocer allí (gracias a mi hermana, alojada en Creta desde hace un año) fueron encantadores. Con ellos fui a lugares espectaculares, comí en tabernas iluminadas por faroles y cubiertas de parras, vi un concierto de instrumentos tradicionales bajo las estrellas, toqué el piano por primera vez (gracias Yannis por abrirnos tu casa) y recopilé decenas de recuerdos.
Antes de volver a casa, pasamos tres días en Atenas y sus alrededores. Una ciudad caótica y llena de movimiento, con tabernas escondidas entre edificios y la Acropoli dominando desde su colina sus cientos de calles. Muchas gracias a nuestros anfitriones por un viaje perfecto.
¡Seguro que volveré de visita!